La tolerancia del adulterio en la iglesia
“El marido puede divorciarse de su esposa hasta por haber encontrado una mujer más hermosa que ella” enseñaba el Rabí Akiva (50-135 d.C.) según nos informa el Talmud. Tratado Gittim 90a. Akiva es parte de la generación de maestros judíos conocidos como los Tanaim (c. 1-220 d.C.) y esa es tal vez su frase más famosa. Pero hay quienes afirman que no podemos tomar literalmente lo dicho por el gran rabino. Según estas personas, Akiva sólo estaba enfatizando un argumento y no esperaba que se le tomara al pie de la letra.
De todas formas, desde antes del nacimiento de Jesús ya se habían formado dos opiniones irreconciliables sobre el divorcio legitimo bajo la Ley de Moisés (Deuteronomio 24:1). Según generalmente se admite, Hillel el Sabio (70 a.C. – 10 d.C.), abuelo del rabino Gamaliel (Hechos 5:34), entendía que el marido podía divorciarse por cualquier cosa que le disgustara de su mujer. Por el contrario, el rabino Shamai (50 a. C. – 30 d.C.) enseñaba que el divorcio sólo era posible si la esposa cometía “alguna cosa indecente”.
Este es el trasfondo de la pregunta que le hacen los escribas y fariseos a Jesús según lo registra el evangelio de Mateo: “¿Está permitido al hombre repudiar a su mujer por cualquier causa?” Mateo 19:3. Jesús rechazó de plano esa idea y pareció asociarse con la interpretación de Shamai. Mateo 19:9; Mateo 5:31-32; además, 1 Corintios 7: 12-16. De acuerdo al Señor el divorcio es una anomalía en el plan de Dios.
Siguiendo la enseñanza de Cristo Jesús, la fe cristiana a través de los siglos ha afirmado la indisolubilidad del vínculo matrimonial. Solamente en contadas y limitadas ocasiones la iglesia cristiana histórica, ya sea oriental, católica o protestante, entiende que puede darse la declaración de inexistencia o la disolución del vínculo matrimonial. Para la fe cristiana el matrimonio es el cimiento de la familia y la familia el fundamento de la sociedad. Es por esa razón que los cristianos defienden la familia como institución creada por el mismo Dios desde el mismo principio de la existencia del ser humano.
Pero la llegada del divorcio sin causa y del divorcio unilateral a nuestros países parece haber enmendado el evangelio. Tan es así, que cuando hablamos de la importancia de la familia pasamos de lado este problema o simplemente ni siquiera lo vemos. Hemos aceptado a tal grado el divorcio como algo ordinario que ya ni le prestamos atención.
La realidad es que en muchas de nuestras comunidades de fe, en nuestras iglesias y parroquias, el divorcio se considera algo lamentable pero relativamente inconsecuente para la vida cristiana. Se ha aceptado profundamente la idea de que el divorcio es algo muy privado, muy personal e íntimo, algo que pertenece a una esfera de la persona donde nadie tiene que inmiscuirse, ni siquiera la iglesia y sus agentes de pastoral. Por eso suena extraño que un pastor o un párroco indaguen sobre el procedimiento de divorcio que promueve cualquiera de sus feligreses. Más extraño todavía es escuchar de un sacerdote o pastor que le diga directamente a una de sus ovejas que está promoviendo su propio divorcio (normalmente la parte peticionaria o demandante en el orden civil) que debe desistir de ello, porque su divorcio no sería legitimo de acuerdo a la sana doctrina cristiana. Por otro lado, si los agentes de pastoral hacen cualquiera de esas acciones que hemos mencionado, el que busca el divorcio sentirá que su intimidad ha sido violentada y probablemente abandonará la comunión con la congregación porque esa parte de su vida es suya.
Las consecuencias de esta atmosfera moral son perturbadoras. Veamos un caso ya típico: Un hombre en su edad mediana decide abandonar a su esposa después de muchos años de casados. Lo hace para contraer matrimonio con una mujer más joven con la cual ya había desarrollado una relación adulterina. En el proceso, el hombre abandona también la comunidad cristiana a la que asistía con su esposa y hasta cambia de denominación religiosa si es protestante. La pareja adúltera visita entonces una nueva iglesia y, dependiendo de las circunstancias, se limitan a ser visitantes sin compromiso o entran a ser miembros en plena comunión. Todo depende de en qué grado la nueva comunidad acepte su relación o en qué grado es seguro que en la nueva congregación no hará preguntas sobre su pasado. En la práctica, es común que la nueva denominación los reciba sin cuestionamientos sobre su relación anterior, acepte de hecho su nueva relación y hasta les celebre con alegría el nuevo matrimonio. Dicho de otra forma, de una manera más cruda pero no menos verdadera, la iglesia recibe unos adúlteros y legitima su conducta. De esta forma, el divorcio por cualquier causa, el divorcio sin causa y hasta el divorcio con la intención específica de pecar, son tolerados y hasta aplaudidos. Por ello puede decirse sin temor a exagerar que en la práctica, en contra de la fe dada a los santos, se ha aceptado que “el marido puede divorciarse de su esposa hasta por haber encontrado una mujer más hermosa que ella”.
Esta tolerancia es motivo para que el nombre del Señor sea difamado, provee un mal ejemplo a la comunidad de la fe, es una manera de pisotear la doctrina cristiana y es una práctica que rebaja el valor del matrimonio. Pero, más aún, la tolerancia del adulterio es una injusticia social mayúscula. Coloca a la iglesia protegiendo al victimario y re victimiza al inocente, a veces en el nombre de Cristo. La injusticia es tanto más notable cuando nos percatamos que la parte inocente es regularmente la más débil económicamente y esa es usualmente la mujer.
Cuidar la familia no debe limitarse a defender una de sus características bíblicas. El matrimonio es un pacto ante Dios. Malaquías 2:14. La lealtad al pacto matrimonial es esencial y debe tomarse con suma seriedad, en el temor de Dios. Recordemos que está escrito: “Porque Jehová Dios de Israel ha dicho que él aborrece el repudio, y al que cubre de iniquidad su vestido”. Malaquías 2:16. Nuestra actitud debe ser congruente con la divina. Los agentes de pastoral deben velar por la salud del matrimonio.
Por su lado, las esposas y esposos infieles, que hieren y abusan de sus cónyuges con sus actos, y quienes no ven obstáculo en seguir profesando ser cristianos de corazón pese a su proceder, deben recordar que está escrito que “a los fornicarios y a los adúlteros los juzgará Dios”. Hebreos 13:4.