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¿Puede una cristiana o un cristiano participar en la política?


Atrios blog del colegio teologico wesleyano

En nuestros países de gobiernos democráticos generalmente se plantea con timidez si los creyentes pueden participar en los procesos políticos, ocupar puestos gubernamentales o aspirar a cargos electivos. Pero la razón del retraimiento se desvanece si nos planteamos la pregunta de otra forma: ¿pueden los creyentes contribuir al bien público, hacer buenas obras o aspirar a forjar un futuro mejor para su tierra?

En Estados Unidos y sus territorios la primera preocupación que se presenta es la llamada separación de iglesia y estado. Pero no hay de qué preocuparse. En primer lugar, esa es una limitación aplicable al estado y no a los ciudadanos. Además, los cristianos, como todos los ciudadanos tienen el derecho constitucional a participar en las decisiones democráticas, ocupar puestos de gobierno y a aspirar y ocupar cargos electivos. Más aún, la Constitución federal prohíbe que la religión sea considerada para admitir o rechazar candidatos. La Constitución federal le protege en expresar y trabajar por sus creencias. Si ha escuchado otra cosa es una de dos, o falta de información o personas que han aceptado filosofías seculares como la de John B. Rawls (1921-2002) que proponen limitar el acceso de la religión al foro público. Pero esas son filosofías. No son la ley. Pero, curiosamente, hay creyentes que se oponen a que otros creyentes quieran adelantar ideas y principios cristianos dentro de un sistema de gobierno secular y pluralista. Eso es curioso porque ningún otro grupo de interés ve sus esfuerzos de cabildeo y sus agendas políticas como en conflicto con el pluralismo que predican. De todas formas, esta no es una preocupación legal sino ideológica.

Otra preocupación es teológica. No debe la iglesia mantenerse alejada del estado. Esto es lo que en teología se conoce como separacionismo. Pero aquí hay que hacer unas aclaraciones. La eclesiología sobre la relación entre el pueblo de Dios y las autoridades civiles es distinta de la concerniente al individuo creyente y la autoridad civil. En general, las iglesias cuya teología les guía a mantenerse lejos del estado usualmente no tienen objeción a que sus miembros, en su carácter personal, participen en los procesos gubernamentales y políticos. Hay excepciones, claro.

De hecho, puede argumentarse que la razón para distinguir entre la relación iglesia-gobierno e individuo- gobierno tiene sus bases en el Nuevo Testamento. Leemos que Juan el Bautista exhortó a los publicanos (los cobradores de impuestos) y a los militares que iban a escuchar su mensaje a ser honestos. Lucas 3:12-14. Juan no les pedía que renunciaran a sus funciones públicas. Lo mismo hizo Jesús con otro cobrador de impuestos llamado Zaqueo. Mientras Jesús estaba en su casa, Zaqueo se levantó y dijo: “Señor, la mitad de mis bienes doy a los pobres; y si en algo he defraudado a alguien, se lo devuelvo cuadruplicado”, a lo que Jesús respondió “hoy ha venido la salvación a esta casa”. Lucas 19:8-9. El Señor no le requirió a Zaqueo que dejara su trabajo como funcionario público.

El libro de los Hechos narra que el apóstol Pablo evangelizó personalmente al gobernador Félix y a su esposa. Hechos 24:24. Pero “al disertar Pablo acerca de la justicia, del dominio propio y del juicio venidero, Félix se espantó” y perdió su interés en el evangelio. A base de este texto uno puede razonablemente concluir que Pablo no le había indicado a Félix en ningún momento que aceptar a Jesucristo le requeriría abandonar su posición política. Eso lo hubiera escandalizado más y mucho antes.

El hecho es que en ningún lugar del NT se les pide a los funcionarios públicos que abandonen sus cargos como parte del llamado de Dios. No obstante puede decirse que no es lo mismo ser un funcionario público que un funcionario público electo. No lo es. Pero en tiempos del Nuevo Testamento no existían muchos puestos electivos en las provincias romanas del imperio, y ciertamente no había funcionarios electos por el voto directo del pueblo. Pero los funcionarios públicos en los distintos niveles realizaban funciones que actualmente corresponden a personas electas por voto popular. Lo que ha cambiado es la técnica de cómo se llega al poder político. Pero de seguro la “política” jugaba un rol notable entonces como ahora.

Contra esta evidencia del NT algunos argumentan que los padres de la iglesia (los escritores cristianos de los primeros cinco siglos del cristianismo) se oponían a que los cristianos ejercieran puestos públicos o tuvieran lazos con el gobierno. Es común que citen a Tertuliano de Cartago (c. 215) y su contraste entre servir a Dios o al Cesar (Vea aquí). Pero estos hermanos y hermanas pasan por alto que Tertuliano objeta el servicio gubernamental por dos razones. La primera era la idolatría, en aquellos tiempos los funcionarios públicos y los militares debían dar culto al emperador y participar en actividades idolátricas, situación que no ocurría en tiempos del NT y no ocurre en nuestro medio. La otra razón era el pacifismo cristiano que profesaba tertuliano y otros padres. Ese pacifismo lo obligaba a rechazar que se aceptaran funciones públicas que requirieran decisiones sobre uso de violencia. Pero, en ausencia de esos dos problemas Tertuliano muestra no tener objeción al servicio público como tal (Vea aquí). Debe mencionarse además, que el servicio militar y público de esa época podía conllevar la persecución, el arresto y enjuiciamiento de cristianos.

Por lo dicho, es posible concluir de la enseñanza bíblica y de la historia cristiana la siguiente orientación general: Los creyentes pueden ejercer puestos o cargos públicos, siempre y cuando lo hagan como cristianos y no comprometan su fe ni su moral. La fe y la moral no son negociables para los cristianos. Como está escrito: “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres”. Hechos 5:29.

Ahora bien, pasemos a considerar la verdadera objeción contra la participación cristiana en el mundo de la política.

No hay que hacer encuestas o estudios de campo para percatarse que entre los cristianos de todas las persuasiones la política es considerada mala. Mientras más “política” sea una actividad más renuencia existe a condonarla. Este reparo no es irracional o injustificado. Tiene una buena razón de ser. Todos hemos visto como políticos que comenzaron bien sus carreras terminan convictos de malversación de fondos públicos o de abusar de diversas maneras los poderes y facultades de su oficio. Hasta en las Escrituras vemos como personas piadosas incurrieron en actos muy reprochables. Pensemos en David y Betsabé y lo que hizo con Urías el heteo; Salomón y su indulgencia en la idolatría; y en Uzías y su entrada al templo. En las famosas palabras de Lord Acton (1834-1902):“el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”.

Pero la incapacidad para manejar el poder y la autoridad no es el único riesgo que enfrentar a un creyente que desee incursionar al mundo de la política activa en las democracias liberales. Existen otros peligros relacionados. Por ejemplo, la disciplina de partido puede llevar a “oponerse por oponerse” a propuestas buenas del partido de oposición, en perjuicio del bien público. También puede forzar a los líderes del partido a adoptar o identificarse con posturas inmorales o injustas. En estos casos la presión es casi irresistible pues se combinan en una la presión de grupo, el deseo natural de agradar y los deseos y expectativas de progreso dentro de la colectividad. Apartarse de las decisiones políticas del partido puede significar la muerte política.

Otro peligro para los creyentes genuinos es la confusión de valores que generan las creencias políticas. Ratzinger tenía mucha razón cuando enfatizaba que la política es relativa pero la moral no lo es. Sin embargo es muy común que las personas con fuertes convicciones políticas conciban sus ideologías políticas como criterios de moral. De esta forma, el político de un partido (y muchos de sus miembros) consideran que los miembros de otro partido son malvados con risa depravada e intenciones tenebrosas. Esto es de esa manera aunque la única diferencia entre un grupo y otro sea que uno cree en la ley que ordena el descanso para tomar café en el trabajo (coffee break) y el otro grupo no cree en ella. Esto da lugar a contradicciones casi inverosímiles como cuando un grupo condena el alegado lenguaje de odio (hate speech) de otro por medio de lenguaje de odio.

Pero lo peor de esta mentalidad son sus consecuencias políticas concretas. Cuando un partido sucede a otro en la administración pública parte de la premisa de que las acciones de la famosa administración anterior fueron creadas y llevadas a cabo por malvados con risa depravada e intenciones tenebrosas. La ceguera que produce elevar las creencias políticas a valores absolutos impide ver lo bueno que se hizo. Al final aplica eso de que el mar y el viento tuvieron una pelea, pero el que salió perdiendo fue el marinero que iba en el bote: el pueblo.

En este contexto, el gran reto de un cristiano que aspire a la vida política es mostrar que se puede hacer política sin rendir la moral y la verdad. El reto requiere cristianos que hagan política, no políticos que hagan de cristianos. El desafío es inmenso. Recuérdese por ejemplo, que no existe una exención para los políticos cristianos al mandato de refrenar la lengua y no hablar mal del prójimo explicitado en Santiago 3:1-12, ni al de respetar las autoridades, aunque sean miembros de la oposición. Romanos 13: 1-7. Por ello, tal vez pueda decirse que se requiere que alguien sea un gran político para hacer política dentro de las orientaciones morales cristianas.

Pero volvamos a la pregunta con la que comenzamos.

Hace unos años en Puerto Rico, el arzobispo de San Juan de la Iglesia Católica publicó una carta circular hablando de la patria como don de Dios. Fue duramente criticado por expresarse de forma políticamente tendenciosa según las percepciones locales. No obstante, no mucho después, el evangelista evangélico Luis Palau dijo exactamente lo mismo en una actividad en España: La patria es don de Dios.

Por ello, la verdad es que no solamente podemos participar en los procesos democráticos, tener puestos y hasta aspirar a cargos electivos, sino que, en la medida del llamado de Dios y dentro de la fe, debemos participar, contribuir y trabajar para mejorar nuestro País. Nuestro don.

(Esta es una síntesis de una conferencia ofrecida por el director del CTW en el conversatorio “El creyente ante la política y otros asuntos públicos” celebrado el 30 de agosto de 2014 en Dorado, Puerto Rico).

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