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La mayordomía de los testamentos

Vestido con traje negro y camisa blanca, un amigo mío se dedicaba a vender “propiedades de cementerio” a finales de los años 70. Como parte de su estrategia de ventas, cuando encontraba personas que se identificaban como cristianos les citaba cómo Abraham compró una “propiedad de cementerio” en Macpela, para Sara, él y su familia. Génesis 23; 25:9; 49:29-31; 50:13. Según me contaba, muchas personas veían la idea de comprar la susodicha propiedad como un mal augurio, o como dicen en muchos lugares, “un llamar la muerte”. Lo curioso es que ese temor supersticioso lo compartían por igual los cristianos profesantes.

El tema de los testamentos enciende el mismo temor supersticioso que las “propiedades de cementerios”. Cuando sale el tema, rápidamente se oye el “no me pienso morir”. Uno piensa, claro, que quienes fallecen de seguro decían lo mismo. Pero de nada sirve razonar en estas circunstancias. Es como enfrentarse a una fobia. Sucede también con muchas personas que aunque el tema no les suene como una invocación macabra no le dan importancia. Sienten que testar es para otras personas, o pronuncian el eterno “después”, o los folklóricos “todavía no me voy a morir” y “déjame pensarlo”.

No es que todo el mundo debe hacer testamentos. Los testamentos son para disponer de bienes después de la muerte y muchos de nosotros no tenemos bienes, y a lo más que aspiramos es a no dejar deudas. La decisión de otorgar un testamento o no otorgar uno depende de la situación económica y social de cada cual. Se deben considerar los bienes que se tienen, los presuntos herederos y las consecuencias que no testar le pueden traer a la familia. Es muy recomendable hacer este examen.

En el caso de quienes profesan la fe cristiana esa evaluación es parte de su mayordomía. Esto puede sonar extraño o novedoso, pero debemos considerar que las Escrituras claramente enseñan que debemos honrar a Dios con nuestros bienes (Proverbios 3:9) y que los bienes deben utilizarse para producir buenas obras. 1 Timoteo 6:18 (“A los ricos de este mundo... que sean ricos en buenas obras, dadivosos y generosos”). Además, la forma en que administramos nuestros bienes tiene consecuencias más allá de esta vida. Lucas 12: 13-21; 32-34; 16: 9. Pero alguien podría alegar que con el fin de la vida se acaba la mayordomía cristiana de los bienes. Eso es cierto, pero los muertos no hacen los testamentos (ni los espiritistas creen eso), los testamentos y en general todas las provisiones que se toman sobre los bienes en caso de muerte las hacemos los vivos, precisamente como parte de la administración de los bienes que el Señor nos ha encomendado. Por tanto, puede afirmarse que, en esencia, el testar o no es un problema que involucra la mayordomía cristiana.

Visto el asunto desde esta perspectiva, es evidente que se trata de algo importante en la vida cristiana que es recomendable sopesar. No puede pensarse que es algo trivial o mundano. En la ley de Moisés se incluyen reglas hereditarias (por ejemplo, en Deuteronomio 21: 15-17) y hasta leemos cómo Moisés por mandato del Señor creó nuevas normas de herencia para hacer justicia a la familia. Números 27:6-11; 36:6-9.

Por otra parte, es natural sentir cierta aprehensión ante la muerte como es natural sentirla ante toda nueva experiencia radical, pero eso no justifica no afrontar nuestra mortalidad, la que será parte de nosotros hasta que el Señor venga. El miedo irracional del que hablamos anteriormente es totalmente injustificado cuando lo vemos desde una perspectiva cristiana. Famosas son las palabras del apóstol Pablo: “¿Dónde está, muerte, tu aguijón? ¿Dónde, sepulcro, tu victoria?”. 1 Corintios 15: 55. Y el escritor de la epístola a los Hebreos declara que Jesús le dio libertad “a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre”. Hebreos 2:15. Pablo, consciente de la cercanía de su muerte, tomó medidas para cuidar la obra del evangelio. 2 Timoteo 4:1-8. Igual hizo Pedro. 2 Pedro 1:12-15. Nosotros podemos imitarlos.

La importancia y relevancia de este asunto para la familia de la fe radica en lo siguiente. En las familias donde hay bienes, aunque sean modestos, no hacer testamento puede conllevar serias consecuencias para la familia. La existencia de bienes hereditarios es uno de los motivos más conocidos de rencillas familiares. Por alguna ley misteriosa, los herederos que nunca se preocuparon por el difunto o que intencionalmente lo ignoraron y abandonaron son los primeros en la fila de cobro. Usualmente usan frases como “a mí no me interesa el dinero” y “es cuestión de principios” para encubrir su avaricia. El resultado probable es una división en la familia, el nacimiento de rencores y una lluvia de acusaciones y recriminaciones que rompe irremediablemente la unidad familiar. En estas trifulcas una víctima frecuente es la viuda. En nuestra cultura donde el divorcio es endémico no es raro que la persona fallecida tenga hijos o hijas de un matrimonio anterior. En estos casos puede darse el problema de que esos herederos le piden a la viuda, que ven como una extraña, que les pague su parte en la herencia y si no puede, que venda su vivienda para pagarles y así como dice la Escritura “devoran las casas de las viudas” (Marcos 12:40).

No otorgar testamento también tiene consecuencias sociales. Las disputas por bienes hereditarios causan que innumerables propiedades que pueden servir como viviendas o negocios se encuentren vacantes, improductivos y en deterioro. Los solares baldíos se convierten en un estorbo público. Mientras tanto, los herederos, o se pierden en trámites burocráticos tratando de encontrar los lindes de una finca, el historial registral de la propiedad o se desviven en medio de una guerra sin tregua por la última milésima de centavo, muchas veces imaginaria, de la herencia.

No debemos pensar que las leyes resuelven estas injusticias. El derecho de sucesiones en Iberoamérica es mayormente estático y conservador. Existe conciencia de la exigencia de ayudar la situación del cónyuge sobreviviente y de la necesidad de reconfigurar la distribución forzosa de bienes cuando no hay testamento. Pero esas y otras reformas se mueven lentamente y no de forma uniforme. La situación en países de habla inglesa, de tradición jurídica anglosajona, es parecida. Por esa razón, es primariamente el titular de los bienes quien debe preocuparse por las consecuencias de su partida en su familia y en su comunidad.

Lo que queremos decir es sencillo: el caudal hereditario puede ser una bendición o una verdadera maldición y el testamento es un instrumento eficiente para garantizar que sea lo primero. Testar tiene los siguientes beneficios:

Primero, permite al testador tener una palabra en cómo se distribuirán los bienes. Esto permite aunque sea dentro de ciertos límites hacer justicia entre los herederos y con terceras personas. Además, permite hacer legados y donativos para causas valiosas y para el reino de Dios. En segundo lugar, faculta al testador a nombrar un administrador o albacea de los bienes. Esta persona sería responsable de contabilizar y distribuir la herencia según el testamento y a la vez sería alguien neutral por no ser heredero. Esta institución evita la guerra de todos contra todos entre los herederos o la imposición y enriquecimiento injusto de los más sagaces y avariciosos. Tercero, desde el primer día los herederos tendrán un titulo (el testamento) sobre los bienes hereditarios. Si no hay testamento los hijos tendrán que iniciar un procedimiento sobre herencia sin testamento que puede ser largo, costoso y burocrático.

Los cristianos estamos conscientes de que “nada hemos traído a este mundo y, sin duda, nada podremos sacar” (1 Timoteo 6:7), pero también demos crear consciencia de que algo dejamos y debemos procurar que sea bendición, para gloria de Dios.

FG

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